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Siempre es el viento

Funchal

La terraza se convirtió en su universo cuando el último segundo de una hora empujó al primero de la siguiente que volteó un nuevo número en el almanaque de marzo, donde todo iba a ser distinto. Apenas tuvo tiempo de asimilarlo; sobre todo ella, que salía más veces durante el día que las estrellas cada noche.

Al principio pensó que estar dos semanas seguidas en casa le iba a costar más que a las aguas de un río no llegar al mar. No tuvo dudas, estaba decidida a ayudar a quienes estaban bregando en los hospitales con un virus invisible que se colaba como un sigiloso y escurridizo ladrón que no deja huellas inmediatas y puede volver a cometer otra fechoría al momento.

Con estos pensamientos caminaba por el pasillo imaginándose que estaba en los Campos Elíseos mientras recordaba un tierno viaje años atrás con quien más quería. Se detenía en las fotos de las paredes para oírse, anhelando un eco que le aportara sosiego.

Convirtió el teléfono en un aliado indispensable. Hablaba y hablaba con sus amigas y su familia tantas veces como los pájaros se posaban en el árbol frente a la ventana de su cocina. Tal vez si sumara todos los minutos compartidos a distancia serían más que cuando se encontraba con ellas en persona, pero la actualidad no estaba para cálculos matemáticos caseros.

Riiin riiin riiin riiin, este sonido le hacía brincar dibujándole una sonrisa en el corazón y le anunciaba que no estaba sola.

Se prometió no perder la costumbre cotidiana de comer una pizca de chocolate tras el café y, para que el reloj sustrajera más rápido el tiempo encerrado en su círculo, liberó algunos libros de su confinamiento en las estanterías. Agradecidos le hicieron compañía acariciándole los ojos y las emociones en estas extrañas circunstancias que no esperaba ver en su vida.

Quién le iba a decir que a las ocho en punto de cada tarde iba a tener una cita, impensable días atrás, en su pequeña terraza de vistas tan amplias que me curarían los vaivenes de mi claustrofobia. A esa hora la ciudad salía de su silenciosa siesta obligatoria y se convertía en un enorme auditorio donde una orquesta de manos aplaudía a quienes también estaban en primera línea de vida, reponiendo lentejas, amasando pan, cuidando calles o recogiendo basuras, a los que se habían convertido estos días en verdaderos ángeles de la guarda, o siempre lo habían sido y no lo habíamos visto.

Sus aplausos también iban para las personas que se estaban yendo sin ver una mirada cálida y conocida en el espejo de sus ojos, sin despedida, sin oír gracias por su duro trabajo en aquella época plana que les tocó en la lotería de la vida, tras un vendaval de balas ciegas y equivocadas. Bien lo sabía ella, testigo joven de una guerra que nadie ganó.

Desde su terraza ella aplaudía y aplaudía con 92 años de memoria en sus manos, como reafirmación personal y para espantar cualquier tromba de miedo; así vislumbró un destello, el futuro. Aplaudía y pensaba que el viento nos acerca y nos aleja, nos infla de generosidad y de egoísmo, nos tira al suelo y nos levanta; nunca se sabe cuándo ni su nombre, pero siempre es el viento.